Gracias Kübler Rose por "La Rueda de la Vida"


Mi querida amiga médico Beatriz, me habló hace algunos años sobre el trabajo de esta doctora, sabiendo mi especial interés hacia el paso ineludible para todos y sin embargo tan estigmatizado e ignorado como es la muerte. Kübler-Ross nos abre de par en par su corazón y nos descubre los episodios que más le acercaron al lado espiritual de la vida y la muerte. Escrito en el atardecer de su vida, con 70 años, realiza una mirada retrospectiva para compartir varias profundas reflexiones como: "... mis experiencias me han enseñado que no existen las casualidades en la vida" o por ejemplo que "Lo único que a mi juicio sana verdaderamente es el amor incondicional" y "Jamás me habría imaginado que me pasaría el resto de la vida explicando que la muerte no existe." Recordando el incendio provocado de su casa en el campo, granja que cumplía el proyecto de acogida a niños terminales, escribe: "La adversidad sólo nos hace más fuertes. Siempre me preguntan cómo es la muerte. Contesto que es maravillosa. Es lo más fácil que vamos a hacer jamás. La vida es ardua. La vida es una lucha. La vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones. Cuanto más aprendemos, más difíciles se ponen las lecciones. Cuando se aprende la lección, el dolor " “Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas”


...Cuando hemos realizado la tarea que hemos venido a hacer en la Tierra, se nos permite abandonar nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma al igual que el capullo de seda encierra a la futura mariposa.
Llegado el momento, podemos marcharnos y vernos libres del dolor, de los temores y preocupaciones; libres como una bellísima mariposa, y regresamos a nuestro hogar, a Dios...

...Siempre digo que la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temer.
Tal vez éste, que sin duda será mi último libro, aclare esta idea...

...Me impresionó mucho más la muerte de uno de los amigos de mis padres. Era un granjero, más o menos cincuentón, justamente el que nos llevó al hospital a mi madre y a mí cuando tuve neumonía. La muerte le sobrevino después de caerse de un manzano y fracturarse el cuello, aunque no murió inmediatamente.
En el hospital los médicos le dijeron que no había nada que hacer, por lo que él insistió en que lo llevaran a casa para morir allí. Sus familiares y amigos tuvieron mucho tiempo para despedirse. El día que fuimos a verlo estaba rodeado por su familia y sus hijos. Tenía la habitación llena a rebosar de flores silvestres, y le habían colocado la cama de modo que pudiera mirar por la ventana sus campos y árboles frutales, los frutos de su trabajo que sobrevivirían al paso del tiempo. La dignidad, el amor y la paz que vi allí me dejaron una impresión imborrable.
Al día siguiente de su muerte volvimos a su casa por la tarde para dar el último adiós a su cadáver. Yo no iba de muy buena gana, pues no me apetecía la experiencia de ver un cuerpo sin vida. Venticuatro horas antes, ese hombre, cuyos hijos iban a la escuela conmigo, había pronunciado mi nombre, con dificultad pero con cariño: "pequeña Betli". Pero la visita resultó ser una experiencia fascinante. Al mirar su cuerpo comprendí que él ya no estaba allí. Cualesquiera que fueran la fuerza y la energía que le habían dado vida, fuera lo que fuera aquello cuya pérdida lamentábamos, ya no estaba allí. Mentalmente comparé su muerte con la de Susy. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Susy, se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que impidieron que los rayos del sol la iluminaran durante sus últimos momentos. En cambio el granjero había tenido lo que yo ahora llamo una buena muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto, dignidad y afecto. Sus familiares le dijeron todo lo que tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar haber dejado ningún asunto inconcluso.
A través de esas pocas experiencias, comprendí que la muerte es algo que no siempre se puede controlar. Pero bien mirado, eso me pareció bien...


Yo hablo de amor y compasión, pero la mayor enseñanza sobre el sentido de la vida la recibí en mi visita a un sitio donde se cometieron las peores atrocidades contra la humanidad.
Antes de marcharme de Polonia asistí a la ceremonia de inauguración de la escuela que habíamos construido. Desde allí viajé a Maidanek, uno de los infames laboratorios de muerte de Hitler. Algo me impulsó a ir a ver con mis propios ojos uno de esos campos de concentración; tenía la impresión de que verlo me serviría para entenderlo.
Ya conocía de oídas ese lugar. Allí fue donde mi amiga polaca perdió a su marido y a doce de sus trece hijos. Sí, sabía muy bien lo que era.
Pero verlo personalmente fue diferente.
Las puertas de entrada a ese enorme recinto estaban derribadas, pero aún quedaban escalofriantes restos de su ominoso pasado donde murieron más de 300.000 personas. Vi las alambradas de púa, las torres de vigilancia y las muchas hileras de barracas donde hombres, mujeres y niños pasaron sus últimos días y horas. También había varios vagones de ferrocarril. Me asomé a mirar; la visión era horrorosa. Algunos estaban llenos de cabellos de mujer, que habrían sido enviados a Alemania para convertirlos en ropa de invierno. En otros había gafas, joyas, anillos de boda y esas chucherías que la gente lleva por motivos sentimentales. En el último vagón que miré había ropas de niño, zapatos de bebé y juguetes.
Bajé de allí estremecida. ¿Puede ser tan cruel la vida? El hedor procedente de las cámaras de gas, el inequívoco olor de la muerte que impregnaba el aire, me proporcionó la respuesta. Pero ¿por qué? ¿Cómo era posible eso?
Me resultaba inconcebible. Caminé por el recinto, llena de incredulidad. Me preguntaba: "¿Cómo es posible que los hombres y mujeres puedan hacerse esto entre ellos?" Llegué a las barracas. "¿Cómo estas personas, sobre todo las madres e hijos, pudieron sobrevivir a las semanas y días anteriores a su muerte segura?" Dentro de las barracas vi camastros de madera, casi pegados unos con otros en cinco hileras a lo largo de la barraca. En las paredes estaban grabados nombres, iniciales y dibujos. ¿Qué instrumentos utilizaron para hacerlos? ¿Piedras? ¿Las uñas? Los observé más detenidamente y noté que había una imagen que se repetía una y otra vez. Mariposas.
Había dibujos de mariposas dondequiera que mirara. Algunos eran bastante toscos, otros más detallados. Me era imposible imaginarme mariposas en lugares tan horrorosos como Maidanek, Buchenwald o Dachau. Sin embargo, las barracas estaban llenas de mariposas. En cada barraca que entraba, mariposas. "¿Por qué? ¿Por qué mariposas?"
Seguro que debían de tener un significado especial, pero ¿cuál? Durante los veinticinco años siguientes me hice esa pregunta y me odié por no encontrar una respuesta.
Salí de allí impresionada por el horror de ese lugar. No entendía entonces que esa visita era una preparación para el trabajo de mi vida. En esos momentos sólo me interesaba comprender cómo es posible que los seres humanos puedan actuar tan sanguinariamente contra otros seres humanos, sobre todo con niños inocentes.
De pronto una voz interrumpió mis pensamientos, la voz clara, tranquila y reposada de una joven que me dio una respuesta. Se llamaba Golda.
- Tú también serías capaz de hacer eso —me dijo.
Sentí deseos de protestar, pero estaba tan sorprendida que no se me ocurrió qué decir.
- Si hubieras sido criada en la Alemania nazi —añadió después.
"¡Yo no!", deseé gritar. Yo era pacifista, me había criado en una familia honorable y en un país pacífico. Jamás había conocido la pobreza, ni el hambre ni la discriminación. Golda leyó todo eso en mis ojos.
- Te sorprendería ver todo lo que eres capaz de hacer —me contestó—. Si hubieras sido criada en la Alemania nazi, fácilmente podrías haberte convertido en el tipo de persona capaz de hacer eso. Hay un Hitler en todos nosotros.
Yo deseaba comprender, no discutir, de modo que, como era la hora de comer, invité a Golda a compartir mi bocadillo. Tenía más o menos mi misma edad y era bellísima. En otro ambiente podríamos haber sido amigas, compañeras de colegio o de trabajo. Mientras comíamos me explicó cómo había llegado a formarse esa opinión.
Alemana de nacimiento, tenía doce años cuando la Gestapo se presentó en la empresa de su padre y se lo llevó. Jamás volvieron a verlo. Tan pronto como se declaró la guerra, el resto de su familia, con ella y sus abuelos, fueron deportados a Maidanek. Un día los guardias les ordenaron a todos ponerse en fila, tal como ellos habían visto hacer a tanta gente que jamás había vuelto. Los hicieron desnudarse y los metieron en la cámara de gas. La gente gritaba, lloraba, suplicaba y oraba, pero en vano; allí no había oportunidad de sobrevivir, ni esperanza ni dignidad. Los empujaron a una muerte peor que la de cualquier animal en el matadero. Golda, esta preciosa jovencita, fue la última que trataron de empujar al interior de la atiborrada cámara antes de cerrar la puerta y dar el gas. Por un milagro, por alguna intervención divina, no pudieron cerrar la puerta porque no cabía nadie más. Había demasiada gente. Para cumplir la cuota diaria de muertos, los guardias simplemente la sacaron y la empujaron al aire libre. Puesto que ya estaba en la lista de muertos, supusieron que había sucumbido y jamás volvieron a llamarla para incorporarla a las siguientes filas. Gracias a ese excepcional descuido, salvó la vida.
Después tuvo poco tiempo para llorar la pérdida de su familia; la mayor parte de su energía la consumía en la tarea básica de continuar viva. Con dificultad se las arregló para sobrevivir al invierno polaco, encontrar suficiente alimento y evitar enfermedades como el tifus o incluso un simple resfriado; si enfermaba no iba a ser capaz de cavar pozos o quitar la nieve con palas, a consecuencia de lo cual la enviarían nuevamente a la cámara de gas.
Para animarse se imaginaba que el campo iba a ser liberado. Dios la había escogido, pensaba, para sobrevivir y contarle a las generaciones futuras las barbaridades que había visto allí.
Eso fue suficiente, me explicó, para sostenerla durante la parte más ardua del frío invierno. Cuando se sentía desfallecer, cerraba los ojos y se imaginaba los
gritos de sus amigas que habían sido usadas de cobayas en experimentos realizados por los médicos del campo, violadas por los guardias y con frecuencia ambas cosas, y entonces se decía: "Debo vivir para contárselo al mundo. Debo vivir para contar los horrores que ha cometido esta gente." Y así alimentaba su odio y resolución de continuar viva hasta que llegaran los Aliados.
Después, cuando el campo fue liberado y se abrieron las puertas, se sintió paralizada por la rabia y amargura que la atenazaba. No logró verse dedicando el resto de su valiosa vida a vomitar odio.
- Como Hitler —me dijo—. Si dedicara mi vida, que me fue perdonada, a sembrar las semillas del odio, no me diferenciaría en nada de él. Sería simplemente otra víctima más que intenta propagar más y más odio. La única manera como podemos encontrar la paz es dejar que el pasado sea el pasado.
A su modo contestaba así a todas las preguntas que me habían pasado por la cabeza al estar en Maidanek. Hasta ese momento no me había dado cuenta de la capacidad del hombre para el salvajismo. Pero sólo había que ver ese vagón con zapatitos de bebé o sentir el hedor de la muerte que se cernía en el aire como un fantasmal paño mortuorio para comprender la inhumanidad de que es capaz el hombre. Pero claro, ¿cómo explicarse que Golda, una persona que había experimentado esa crueldad, eligiera perdonar y amar?
Ella lo explicó diciendo:
- Si yo logro que una sola persona cambie los sentimientos de odio y venganza por los de amor y compasión, entonces he sido digna de sobrevivir.
Lo comprendí y me marché de Maidanek transformada para siempre. Me sentí como si mi vida hubiera comenzado de nuevo...

...Entonces, en un relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos; sabían lo que les iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar infernal, ya no serían torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a cámaras de gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían de sus cuerpos como sale la mariposa de su capullo. Comprendí que ése era el mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.
Esa revelación me aportó las imágenes que emplearía durante el resto de mi carrera para explicar el proceso de la muerte y el morir. Pero de todas formas deseaba saber más...

...Aceptar la realidad de que los niños mueren nunca resulta fácil, pero he visto que los niños moribundos, mucho más que los adultos, dicen exactamente lo que necesitan para estar en paz. La mayor dificultad está en escucharlos y hacerles caso. Mi mejor ejemplo es Jeffy, un niño de nueve años que había estado enfermo de leucemia la mayor parte de su vida. A lo largo de los años he contado innumerables veces su historia, pero ha sido tan beneficiosa y Jeffy se ha convertido en un amigo tan querido, que voy a repetir uno de mis recuerdos de él, que aparece en mi libro Morir es de vital importancia:
Jeffy no paraba de entrar y salir del hospital. Estaba muy mal cuando lo vi por última vez en su habitación del hospital. Padecía una afección del sistema nervioso central; parecía un hombrecito borracho. Tenía la piel muy blanca, pálida, casi incolora. Con gran dificultad lograba sostenerse en pie. Muchas veces se le había caído todo el pelo después de la quimioterapia.
Ya no toleraba ni mirar una jeringa, y todo le resultaba terriblemente doloroso.
Yo sabía que a ese niño le quedaban, como mucho, unas pocas semanas de vida. Ese día fue un médico joven y nuevo el que le pasó visita. Cuando entré en la habitación oí que les decía a los padres que iba a intentar otra quimioterapia.
Les pregunté a los padres y al médico si le habían preguntado a Jeffy si estaba dispuesto a aceptar otra tanda de tratamiento. Dado que los padres lo amaban incondicionalmente, me permitieron hacerle la pregunta al niño delante de ellos. Jeffy me dio una respuesta preciosa, de ese modo en que hablan los niños.
- No entiendo por qué ustedes las personas mayores nos hacen enfermar tanto a los niños para ponernos bien—dijo sencillamente.
Hablamos de eso. Esa era su manera de expresar los naturales quince segundos de rabia. Ese niño tenía suficiente dignidad, autoridad interior y amor por sí mismo para atreverse a decir "No, gracias" a la quimioterapia. Sus padres fueron capaces de oír ese "no", de respetarlo y aceptarlo.
Después quise despedirme de Jeffy, pero él me dijo:
- No, quiero estar seguro de que hoy me llevarán a casa.
Si un niño dice "Llévenme a casa hoy" significa que siente una enorme urgencia, y tratamos de no aplazarlo. Por lo tanto, les pregunté a sus padres si estaban dispuestos a llevárselo a casa. Ellos lo amaban tanto que tenían el valor necesario para hacerlo. Nuevamente quise despedirme. Pero Jeffy, como todos los niños, que son terriblemente sinceros y sencillos, me dijo:
- Quiero que me acompañe a casa.
Yo consulté mi reloj, lo que en leguaje simbólico significa: "Es que no tengo tiempo para acompañar a casa a todos mis niños, ¿sabes?" No dije ni una sola palabra, pero él lo entendió al instante.
- No se preocupe —me dijo—, sólo serán diez minutos.
Lo acompañé a su casa, sabiendo que en esos próximos diez minutos él iba a concluir su asunto pendiente. Viajamos en el coche, sus padres, Jeffy y yo; al llegar al final del camino de entrada, se abrió la puerta del garaje. Ya dentro del garaje nos apeamos. Con mucha naturalidad, Jeffy le dijo a su padre:
- Baja la bicicleta de la pared.
Jeffy tenía una flamante bicicleta que colgaba de dos ganchos en la pared del garaje. Durante mucho tiempo, su mayor ilusión había sido poder dar, por una vez en su vida, una vuelta a la manzana en bicicleta.
Su padre le compró esa preciosa bicicleta, pero debido a su enfermedad el niño nunca había podido montarse en ella y la bici llevaba tres años colgada en la pared. Y en ese momento Jeffy le pidió a su padre que la bajara. Con lágrimas en los ojos le pidió también que le pusiera las ruedecitas laterales. No sé si se dan cuenta de cuánta humildad necesita tener un niño de nueve años para pedir que le pongan a su bicicleta esas ruedas de apoyo, que normalmente sólo se utilizan para los niños pequeños.
El padre, con lágrimas en los ojos, colocó las ruedas laterales a la bicicleta de su hijo. Jeffy parecía estar borracho, apenas si podía tenerse en pie. Cuando su padre acabó de atornillar las ruedas, Jeffy me miró a mí:
- Y usted, doctora Ross, usted está aquí para sujetar a mi mamá a fin de que no se mueva.
Jeffy sabía que su madre tenía un problema, un asunto inconcluso: todavía no había aprendido que el amor sabe decir "no" a sus propias necesidades. Lo que ella necesitaba era coger en brazos a su hijo tan enfermo, montarlo en la bicicleta como a un crío de dos años, y agarrarlo bien fuerte mientras él corría alrededor de la manzana.
Eso habría impedido que el niño obtuviera la mayor victoria de su vida.
Por lo tanto sujeté a su madre y su padre me sujetó a mí. Nos sujetamos mutuamente, y en esa dura experiencia comprendimos lo doloroso y difícil que es a veces dejar que un niño vulnerable, enfermo terminal, obtenga la victoria exponiéndose a caerse, hacerse daño y sangrar. Pero Jeffy ya había emprendido la marcha.
Transcurrió una eternidad hasta que por fin volvió. Era el ser más orgulloso que se ha visto jamás. Lucía una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un campeón olímpico que acabara de ganar una medalla de oro.
Con mucha dignidad se bajó de la bicicleta y con gran autoridad le pidió a su padre que le quitara las ruedas laterales y se la subiera a su dormitorio. Después, sin el menor sentimentalismo, de modo muy hermoso y franco, se volvió hacia mí.
- Y usted, doctora Ross, ahora puede irse a su casa.
Dos semanas después, me llamó su madre para contarme el final de la historia.
Cuando me hube marchado, Jeffy les dijo: —Cuando llegue Dougy de la escuela (su hermano menor, que estaba en primer curso de básica), lo enviáis a mi cuarto. Pero nada de adultos, por favor.
Así pues, cuando llegó Dougy, lo enviaron a ver a su hermano, tal como éste lo había pedido. Pero cuando bajó al cabo de un rato, se negó a contar a sus padres lo que habían hablado. Había prometido a Jeffy guardar el secreto hasta su cumpleaños, para el que faltaban dos semanas.
Jeffy murió una semana antes del cumpleaños de Dougy.
Llegado el día, Dougy celebró su fiesta, y entonces contó lo que hasta ese momento había sido un secreto.
Aquel día en el dormitorio, Jeffy dijo a su hermano que quería tener el placer de regalarle personalmente su muy amada bicicleta, pero que no podía esperar hacerlo para su cumpleaños, porque entonces ya estaría muerto; por lo tanto deseaba regalársela ya.
Pero se la regalaba con una condición: Dougy nunca usaría esas malditas ruedas laterales...





Gracias Anthony de Mello, por tu "Autoliberación Interior"

Conocí a Anthony de Mello gracias a una querda amiga internauta Iris, que abrió un foro "Vivir despiertos" en Terra, en el año 2001-02; todo nació con la idea de comentar un curso que iba a impartir en Madrid "La iluminación es la espiritualidad", que no alcanzó a dar pues murió en 1987 en New York con 56 años de un ataque cardíaco, pero el contenido del curso se difundió ya que había dado con anterioridad el mismo curso en Barcelona y una participante lo recogió casi de forma taquigráfica. Después se publicó con el título: "Autoliberación Interior". Me maravilló conocer a este jesuita que mezcló la doctrina judeo-cristiana con el budismo de forma genuina. La Iglesia calificó algunos de sus escritos como «incompatibles» con la fe católica; tan directo y sincero era que llegó a escribir: "quizá una prostituta pueda entrar antes en el Cielo que una monja, porque la prostituta a fuerza de vivir y conocer la vida, puede llegar a amar, pero la monja puede, por buscar amar a Dios, dejar de amar a todo el mundo".

EXTRACTO DE "LA ILUMINACIÓN ES LA ESPIRITUALIDAD"

Despertarse es la espiritualidad, porque sólo despiertos podemos entrar en la verdad y descubrir qué lazos nos impiden la libertad. Esto es la iluminación. Es como la salida del sol sobre la noche, la luz sobre la oscuridad. Es la alegría que se descubre a sí
misma, desnuda de toda forma. Esto es la iluminación. El místico es el hombre iluminado, el que todo lo ve con claridad, porque está despierto.

Lo importante es el Evangelio, no la persona que lo predica ni sus formas. No la interpretación que se le ha dado siempre o el que le da éste o aquél, por muy canonizado que esté. Eres tú el que tienes que interpretar el mensaje personal que encierra para ti, en el ahora. No te importe lo que la religión o la sociedad prediquen.

¿Y cómo sabré si estoy dormido?. Jesús os lo dice en el Evangelio: «¿Por qué decís Señor, Señor, si no hacéis lo que os digo?». Si no hacemos lo que Dios quiere y nos dedicamos a fabricarnos un dios «tapa agujeros», es que estamos dormidos. Lo que importa es responder a Dios con el corazón. No importa ser ateo, musulmán o católico; lo importante es la circuncisión y el bautismo del corazón. El estar despierto es cambiar tu corazón de piedra por uno que no se cierre a la Verdad.

Si estás doliéndote de tu pasado, es que estás dormido. Lo importante es levantarse para no volver a caer. La solución está en tu capacidad de comprensión y de ver otra cosa que lo que se permite uno ver. Ver lo que hay detrás de las cosas. Cuando se te abran los ojos, verás cómo todo cambia, que el pasado está muerto y el que se duerme en el pasado está muerto, porque sólo el presente es vivo si tú estás despierto en él.
Metanoia quiere decir despertarse y no perderse la vida. Es vivenciar el presente. Para saber esto hay un criterio: ¿Tú sufres?. Es que estás dormido.

Es igual que sepas muchas cosas y te dediques a salvar a las personas. «El ciego que guía a otro ciego» quiere decir que los dos están dormidos. Si sufres es que estás dormido. Me dirás que el dolor existe. Sí, es verdad que el dolor existe, pero no el sufrimiento. El sufrimiento no es real, sino una obra de tu mente. Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un producto de tu sueño, y si estás dormido, verás a un Jesús dormido, que tú te has imaginado, que nada tiene que ver con el Jesús real, y eso puede ser muy peligroso.

Calderón dice: «Todo es según el color del cristal con que se mira». Si estás dormido no serás capaz de ver más que cosas dormidas, y tú no te darás cuenta hasta que despiertes. Pasará la vida por ti sin que tú la vivas.
Si tienes problemas es que estás dormido. La vida no es problemática. Es el «yo» (la mente humana) el que crea los problemas. A ver si eres capaz de comprender que el sufrimiento, no está en la realidad, sino en ti. Por eso, en todas las religiones, se ha predicado que hay que morir al «yo» para volver a nacer. Este es el verdadero bautismo que hace surgir al hombre nuevo. La realidad no hace problemas, los problemas nacen de la mente cuando estás dormido. Tú pones los problemas.

El dolor existe, y el sufrimiento sólo surge cuando te resistes al dolor. Si tú aceptas el dolor, el sufrimiento no existe. El dolor no es inaguantable, porque tiene un sentido comprensible en donde se remansa. Lo inaguantable es tener el cuerpo aquí y la mente en el pasado o en el futuro. Lo insoportable es querer distorsionar la realidad que es inamovible. Eso sí que es insoportable. Es una lucha inútil como es inútil su resultado: el sufrimiento. No se puede luchar por lo que no existe.

No hay que buscar la felicidad en donde no está, ni tomar la vida por lo que no es vida, porque entonces estaremos creando un sufrimiento que sólo es el resultado de nuestra ceguera y, con él, el desasosiego, la congoja, el miedo, la inseguridad... Nada de esto existe sino en nuestra mente dormida. Cuando despertemos, se acabó.

¿Qué hace falta para despertarse?. No hace falta esfuerzo ni juventud ni discurrir mucho. Sólo hace falta una cosa, la capacidad de pensar algo nuevo, de ver algo nuevo y de descubrir lo desconocido. Es la capacidad de movernos fuera de los esquemas que tenemos. Ser capaz de saltar sobre los esquemas y mirar con ojos nuevos la realidad que no cambia.
El que piensa como marxista, no piensa; el que piensa como budista, no piensa; el que piensa como musulmán, no piensa... y el que piensa como católico tampoco piensa. Ellos son pensados por su ideología. Tú eres un esclavo en tanto en cuanto no puedes pensar por encima de tu ideología. Vives dormido y pensado por una idea. El profeta no se deja llevar por ninguna ideología, y por ello es tan mal recibido. El profeta es el pionero, que se atreve a elevarse por encima de los esquemas abriendo camino.

La Buena Nueva fue rechazada porque no querían la liberación personal, sino un caudillo que los guiase. Tememos el riesgo de volar por nosotros mismos. Tenemos miedo a la libertad, a la soledad, y preferimos ser esclavos de unos esquemas. Nos atamos voluntariamente, llenándonos de pesadas cadenas y luego nos quejamos de no ser libres. ¿Quién te tiene que liberar si ni tú mismo eres consciente de tus cadenas?.
Las mujeres se atan a sus maridos, a sus hijos. Los maridos a sus mujeres, a sus negocios. Todos nos atamos a los deseos y nuestro argumento y justificación es el amor». ¿Qué amor?. La realidad es que nos amamos a nosotros mismos, pero con un amor adulterado y raquítico que sólo abarca el «yo», el ego. Ni siquiera somos capaces de amarnos a nosotros mismos en libertad. Entonces, ¿cómo vamos a saber amar a los demás, aunque sean nuestros esposos o nuestros hijos? Nos hemos acostumbrado a la cárcel de lo viejo y preferimos dormir para no descubrir la libertad que supone lo nuevo.

Donde hay miedo no hay amor y podéis estar bien seguros de ello. Cuando despertamos de nuestro sueño y vemos la realidad tal cual es, nuestra inseguridad termina y desaparecen los miedos, porque la realidad es y nada la cambia. Entonces puedo decirle al otro: Como no tengo miedo, a perderte, pues no eres un objeto de propiedad de nadie, entonces puedo amarte así como eres, sin deseos, sin apegos ni condiciones, sin egoísmos ni querer poseerte. Y esta forma de amar es un gozo sin límites.
¿Qué haces cuando escuchas una sinfonía?. Escuchas cada nota, te deleitas en ella y la dejas pasar, sin buscar la permanencia de ninguna de ellas, pues en su discurrir está la armonía, siempre renovada y siempre fresca. Pues, en el amor, es igual. En cuanto te agarras a la permanencia destruyes toda la belleza del amor. No hay pareja ni amistad que esté tan segura como la que se mantiene libre. El apego mutuo, el control, las promesas y el deseo, te conducen inexorablemente a los conflictos y al sufrimiento y, de ahí, a corto o largo plazo, a la ruptura. Porque los lazos que se basan en los deseos son muy frágiles. Sólo es eterno lo que se basa en un amor libre. Los deseos te hacen siempre Vulnerable.

Gracias J.J Benítez por tu "Mágica Fé"

Apareciste mágicamente en mis manos en el momento y lugar apropiado, tenía 20 años. Te necesitaba, solicité tu ayuda y acudiste con tu voz de padre y abriste de par en par la puerta de mi alma.

Benítez alterna en este libro su particular "cuaderno de bitácora" de numerosos viajes a través del mundo, con cartas dirigidas a su jóven hija Tirma; de esta manera en un capítulo describe un suceso cargado de significado para él ocurrido en cualquier parte del globo, para a continuación sacarle todo el jugo a esa experiencia y convertirla en una epístola espiritual, transformando "esas extrañas cosas que nos ocurren todos los días" en señales mágicas del Buen Padre, para ayudarnos a caminar de vuelta a Casa.

Pincha sobre el libro para descarga

Gracias por dar a conocer, a través de tu serie, la música de
Stefano Mainetti



Sobre la Vida y el Amor


La vida es el perfume de Dios. Su colonia habitual. El habitante de este planeta a fuerza de vivir, ha olvidado el inmenso valor de la vida; como el pastelero que a fuerza de acarrearla, ha perdido el gusto por la mercancía.

El mundo (otra vez "la miopía") ha perdido el norte. Observa la contradicción:
El hombre aparece gracias a la vida. Es vida. Transmite vida. No obstante es el mayor carnicero de la creación.
Se siega la vida ajena en beneficio de la comodidad propia. Se esgrimen derechos para ir contra el máximo derecho. Se dictan leyes para sepultar la más sagrada de las leyes. Se defiende la Naturaleza con una mano y con la otra se le clava un rejón de muerte.

La vida es un suspiro y sin embargo, en el colmo de la necedad, hacemos lo imposible por acortarla. En especial por acortársela a los demás. El hombre, "miope y amnésico", no ve y no recuerda. No comprende que la vida es una "percha": su propia "percha". No se ha enterado de que gracias a la vida está participando en la maratón de la creación. Y en lugar de respetarla con deportividad, se ensaña con los "corredores" poniéndoles la zancadilla. Miope total no distingue los carteles que cubren el circuito: "Lo importante es participar", "Juega limpio", "La meta en tu interior"...

La ciencia lucha a brazo partido para conquistar el secreto de la vida. Quiere "fabricarla". Y al mismo tiempo, tanto la ciencia como la técnica y el progreso(¿?) en general, la asesinan sin respiro ni remordimiento. Aquel que descerraje la caja fuerte de la vida se encontrará cara a cara con Dios, por eso hay tanto empeño falso en descifrarla, pero a pesar de todo, la combinación de la caja fuerte de la vida se resiste.

El hombre ha tomado el ascensor de los microscopios y ha descendido victorioso(¿?) a los sótanos de la materia. Pero la física cuántica se ha abierto ante él como un laberinto diabólico. Y ¿cómo encontrar el camino correcto?
Y responderán: cuestión de tiempo.
Y yo digo: cuestión de enfoque.

El hombre domestica vientos y mareas. Ha enjaulado el sol. Y monta al toro salvaje de la luz.
"Ahí -cantan- puede estar el secreto de la vida".
Pero en ese rodeo atómico, los enfurecidos protones y electrones derriban a los científicos una y otra vez.
Y responderán: cuestión de tenacidad.
Y yo digo: cuestión de enfoque.

El hombre se ha metido a cartógrafo de sí mismo y hace mapas del cerebro, escala cromosomas, mide los tendidos eléctricos de las neuronas y se arriesga en las sismas de la espiral del ADN.
"Aquí -aseguran- se encierra el secreto de la vida" Pero el horizonte de la geografía cerebral aparece más y más lejano.
Y me dirán: cuestión de estudio.
Y yo digo: cuestión de enfoque.

El hombre se ha hecho con la pértiga del cohete a reacción y ha ensayado un primer salto, ha visto como saltaba el listón lunar. Y engreído se entrena para el salto a las estrellas.
"Allá -anuncian- nos espera el secreto de la vida" Y el año luz se muere de la risa.
Y responderán: cuestión de técnica.
Y yo digo: cuestión de enfoque.

La llave de la vida no cuelga del llavero del tiempo. Tampoco la encontraremos en el cofre de la tenacidad. Y mucho menos en el desordenado taller de la técnica. La apertura de esa caja fuerte depende, exclusivamente, de cuatro letras, una combinación tan sencilla y simple que difícilmente puede ser imaginada por los científicos. El gran secreto que nos permitirá "fabricar" vida algún día se escribe así: A-M-O-R (el motor que hace mover al mundo) Una "clave" que poco, o nada, tiene que ver con el actual enfoque, que nos obliga a cambiar la valoración de la vida. Que supone una nueva posición de la "clavija" del corazón.

Aún siendo química, aún siendo física, aún siendo luz y aún siendo matemáticas, la vida es mucho más. Es una fragancia única, compuesta por todos los olores imaginados y por imaginar. La vida es un todo invisible: "Caballo y jinete. Sueño y ensoñación. Color y pintor. Agua y delfín. Granito y dureza. Alma y cuerpo. Hombre y Dios."
Somos nosotros borrachos de amnesia, los que nos empeñamos en trocearla. Mientras el hombre no modifique su enfoque de la vida, la conquista del macrocosmos y del microcosmos está condenada al fracaso. La humanidad, a bordo de su crueldad a reacción, será devuelta una y otra vez al punto de partida. El viaje hacia la vida deberá replantearse desde los cimientos. El único motor válido para esa aventura sólo quema Amor.

¿Qué razón de ser tiene la vida? La vida, está por encima de todas las razones. La vida, la que ondea en el mar, la que vuela en forma de V, la que cierra y abre tus ojos, la que perfuma desde el jazmín, la que difumina el día, la que carga las mochilas del trigal y la que pone música al desfile de los átomos, es, sencillamente, un don. Y la sabiduría consiste en aceptar que la vida es un don.

La vida es la luminosa "sombra" de Dios. Un benéfico e inesperado ¡Hola! del Gran Cómico. La vida es un IVA que no hay que devolver. Es Dios mismo, escrito en tinta "simpática". La vida es el inconfundible "olor de Dios". La vida es sagrada por origen y naturaleza y en consecuencia exige un trato igualmente sagrado. Exige hombres sagrados. Y mientras esto no es así, mientras sigamos derramando, triturando y asesinando a Dios, nuestra consagración como "creadores de vida", como definitivos HOMBRE-DIOS, continuará en suspenso.

Cuando te enfrentes al prodigioso fenómeno de la vida, hazlo como una invitada al cumpleaños de un amigo. No cometas la descortesía de ensuciar o destruir la casa. No robes el pastel. No desperdicies el champán. Cuando veas, cuando sientas, cuando intuyas la vida, arrodilla tu inteligencia ante ella. Acaríciala, disfrútala, compártela y sobre todo practica la piedad.
Sé compasiva con las estrellas que se van, con la ola irrepetible que se arrodilla a tus pies, con la mirada suplicante del ignorado, con la Naturaleza que se entrega, con el río ultrajado de espuma, con el perro callejero y herido por el miedo, con el que está apunto de estrenar la vida y con el que se dispone a "mudarse" a la otra.
Sé compasiva, por encima de todo, con el "amnésico y miope" ser humano. La compasión fortifica las murallas interiores y nos prepara para los inevitables cien metros lisos de nuestro propio infortunio.





 

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