Gracias Kübler Rose por "La Rueda de la Vida"


Mi querida amiga médico Beatriz, me habló hace algunos años sobre el trabajo de esta doctora, sabiendo mi especial interés hacia el paso ineludible para todos y sin embargo tan estigmatizado e ignorado como es la muerte. Kübler-Ross nos abre de par en par su corazón y nos descubre los episodios que más le acercaron al lado espiritual de la vida y la muerte. Escrito en el atardecer de su vida, con 70 años, realiza una mirada retrospectiva para compartir varias profundas reflexiones como: "... mis experiencias me han enseñado que no existen las casualidades en la vida" o por ejemplo que "Lo único que a mi juicio sana verdaderamente es el amor incondicional" y "Jamás me habría imaginado que me pasaría el resto de la vida explicando que la muerte no existe." Recordando el incendio provocado de su casa en el campo, granja que cumplía el proyecto de acogida a niños terminales, escribe: "La adversidad sólo nos hace más fuertes. Siempre me preguntan cómo es la muerte. Contesto que es maravillosa. Es lo más fácil que vamos a hacer jamás. La vida es ardua. La vida es una lucha. La vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones. Cuanto más aprendemos, más difíciles se ponen las lecciones. Cuando se aprende la lección, el dolor " “Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas”


...Cuando hemos realizado la tarea que hemos venido a hacer en la Tierra, se nos permite abandonar nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma al igual que el capullo de seda encierra a la futura mariposa.
Llegado el momento, podemos marcharnos y vernos libres del dolor, de los temores y preocupaciones; libres como una bellísima mariposa, y regresamos a nuestro hogar, a Dios...

...Siempre digo que la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temer.
Tal vez éste, que sin duda será mi último libro, aclare esta idea...

...Me impresionó mucho más la muerte de uno de los amigos de mis padres. Era un granjero, más o menos cincuentón, justamente el que nos llevó al hospital a mi madre y a mí cuando tuve neumonía. La muerte le sobrevino después de caerse de un manzano y fracturarse el cuello, aunque no murió inmediatamente.
En el hospital los médicos le dijeron que no había nada que hacer, por lo que él insistió en que lo llevaran a casa para morir allí. Sus familiares y amigos tuvieron mucho tiempo para despedirse. El día que fuimos a verlo estaba rodeado por su familia y sus hijos. Tenía la habitación llena a rebosar de flores silvestres, y le habían colocado la cama de modo que pudiera mirar por la ventana sus campos y árboles frutales, los frutos de su trabajo que sobrevivirían al paso del tiempo. La dignidad, el amor y la paz que vi allí me dejaron una impresión imborrable.
Al día siguiente de su muerte volvimos a su casa por la tarde para dar el último adiós a su cadáver. Yo no iba de muy buena gana, pues no me apetecía la experiencia de ver un cuerpo sin vida. Venticuatro horas antes, ese hombre, cuyos hijos iban a la escuela conmigo, había pronunciado mi nombre, con dificultad pero con cariño: "pequeña Betli". Pero la visita resultó ser una experiencia fascinante. Al mirar su cuerpo comprendí que él ya no estaba allí. Cualesquiera que fueran la fuerza y la energía que le habían dado vida, fuera lo que fuera aquello cuya pérdida lamentábamos, ya no estaba allí. Mentalmente comparé su muerte con la de Susy. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Susy, se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que impidieron que los rayos del sol la iluminaran durante sus últimos momentos. En cambio el granjero había tenido lo que yo ahora llamo una buena muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto, dignidad y afecto. Sus familiares le dijeron todo lo que tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar haber dejado ningún asunto inconcluso.
A través de esas pocas experiencias, comprendí que la muerte es algo que no siempre se puede controlar. Pero bien mirado, eso me pareció bien...


Yo hablo de amor y compasión, pero la mayor enseñanza sobre el sentido de la vida la recibí en mi visita a un sitio donde se cometieron las peores atrocidades contra la humanidad.
Antes de marcharme de Polonia asistí a la ceremonia de inauguración de la escuela que habíamos construido. Desde allí viajé a Maidanek, uno de los infames laboratorios de muerte de Hitler. Algo me impulsó a ir a ver con mis propios ojos uno de esos campos de concentración; tenía la impresión de que verlo me serviría para entenderlo.
Ya conocía de oídas ese lugar. Allí fue donde mi amiga polaca perdió a su marido y a doce de sus trece hijos. Sí, sabía muy bien lo que era.
Pero verlo personalmente fue diferente.
Las puertas de entrada a ese enorme recinto estaban derribadas, pero aún quedaban escalofriantes restos de su ominoso pasado donde murieron más de 300.000 personas. Vi las alambradas de púa, las torres de vigilancia y las muchas hileras de barracas donde hombres, mujeres y niños pasaron sus últimos días y horas. También había varios vagones de ferrocarril. Me asomé a mirar; la visión era horrorosa. Algunos estaban llenos de cabellos de mujer, que habrían sido enviados a Alemania para convertirlos en ropa de invierno. En otros había gafas, joyas, anillos de boda y esas chucherías que la gente lleva por motivos sentimentales. En el último vagón que miré había ropas de niño, zapatos de bebé y juguetes.
Bajé de allí estremecida. ¿Puede ser tan cruel la vida? El hedor procedente de las cámaras de gas, el inequívoco olor de la muerte que impregnaba el aire, me proporcionó la respuesta. Pero ¿por qué? ¿Cómo era posible eso?
Me resultaba inconcebible. Caminé por el recinto, llena de incredulidad. Me preguntaba: "¿Cómo es posible que los hombres y mujeres puedan hacerse esto entre ellos?" Llegué a las barracas. "¿Cómo estas personas, sobre todo las madres e hijos, pudieron sobrevivir a las semanas y días anteriores a su muerte segura?" Dentro de las barracas vi camastros de madera, casi pegados unos con otros en cinco hileras a lo largo de la barraca. En las paredes estaban grabados nombres, iniciales y dibujos. ¿Qué instrumentos utilizaron para hacerlos? ¿Piedras? ¿Las uñas? Los observé más detenidamente y noté que había una imagen que se repetía una y otra vez. Mariposas.
Había dibujos de mariposas dondequiera que mirara. Algunos eran bastante toscos, otros más detallados. Me era imposible imaginarme mariposas en lugares tan horrorosos como Maidanek, Buchenwald o Dachau. Sin embargo, las barracas estaban llenas de mariposas. En cada barraca que entraba, mariposas. "¿Por qué? ¿Por qué mariposas?"
Seguro que debían de tener un significado especial, pero ¿cuál? Durante los veinticinco años siguientes me hice esa pregunta y me odié por no encontrar una respuesta.
Salí de allí impresionada por el horror de ese lugar. No entendía entonces que esa visita era una preparación para el trabajo de mi vida. En esos momentos sólo me interesaba comprender cómo es posible que los seres humanos puedan actuar tan sanguinariamente contra otros seres humanos, sobre todo con niños inocentes.
De pronto una voz interrumpió mis pensamientos, la voz clara, tranquila y reposada de una joven que me dio una respuesta. Se llamaba Golda.
- Tú también serías capaz de hacer eso —me dijo.
Sentí deseos de protestar, pero estaba tan sorprendida que no se me ocurrió qué decir.
- Si hubieras sido criada en la Alemania nazi —añadió después.
"¡Yo no!", deseé gritar. Yo era pacifista, me había criado en una familia honorable y en un país pacífico. Jamás había conocido la pobreza, ni el hambre ni la discriminación. Golda leyó todo eso en mis ojos.
- Te sorprendería ver todo lo que eres capaz de hacer —me contestó—. Si hubieras sido criada en la Alemania nazi, fácilmente podrías haberte convertido en el tipo de persona capaz de hacer eso. Hay un Hitler en todos nosotros.
Yo deseaba comprender, no discutir, de modo que, como era la hora de comer, invité a Golda a compartir mi bocadillo. Tenía más o menos mi misma edad y era bellísima. En otro ambiente podríamos haber sido amigas, compañeras de colegio o de trabajo. Mientras comíamos me explicó cómo había llegado a formarse esa opinión.
Alemana de nacimiento, tenía doce años cuando la Gestapo se presentó en la empresa de su padre y se lo llevó. Jamás volvieron a verlo. Tan pronto como se declaró la guerra, el resto de su familia, con ella y sus abuelos, fueron deportados a Maidanek. Un día los guardias les ordenaron a todos ponerse en fila, tal como ellos habían visto hacer a tanta gente que jamás había vuelto. Los hicieron desnudarse y los metieron en la cámara de gas. La gente gritaba, lloraba, suplicaba y oraba, pero en vano; allí no había oportunidad de sobrevivir, ni esperanza ni dignidad. Los empujaron a una muerte peor que la de cualquier animal en el matadero. Golda, esta preciosa jovencita, fue la última que trataron de empujar al interior de la atiborrada cámara antes de cerrar la puerta y dar el gas. Por un milagro, por alguna intervención divina, no pudieron cerrar la puerta porque no cabía nadie más. Había demasiada gente. Para cumplir la cuota diaria de muertos, los guardias simplemente la sacaron y la empujaron al aire libre. Puesto que ya estaba en la lista de muertos, supusieron que había sucumbido y jamás volvieron a llamarla para incorporarla a las siguientes filas. Gracias a ese excepcional descuido, salvó la vida.
Después tuvo poco tiempo para llorar la pérdida de su familia; la mayor parte de su energía la consumía en la tarea básica de continuar viva. Con dificultad se las arregló para sobrevivir al invierno polaco, encontrar suficiente alimento y evitar enfermedades como el tifus o incluso un simple resfriado; si enfermaba no iba a ser capaz de cavar pozos o quitar la nieve con palas, a consecuencia de lo cual la enviarían nuevamente a la cámara de gas.
Para animarse se imaginaba que el campo iba a ser liberado. Dios la había escogido, pensaba, para sobrevivir y contarle a las generaciones futuras las barbaridades que había visto allí.
Eso fue suficiente, me explicó, para sostenerla durante la parte más ardua del frío invierno. Cuando se sentía desfallecer, cerraba los ojos y se imaginaba los
gritos de sus amigas que habían sido usadas de cobayas en experimentos realizados por los médicos del campo, violadas por los guardias y con frecuencia ambas cosas, y entonces se decía: "Debo vivir para contárselo al mundo. Debo vivir para contar los horrores que ha cometido esta gente." Y así alimentaba su odio y resolución de continuar viva hasta que llegaran los Aliados.
Después, cuando el campo fue liberado y se abrieron las puertas, se sintió paralizada por la rabia y amargura que la atenazaba. No logró verse dedicando el resto de su valiosa vida a vomitar odio.
- Como Hitler —me dijo—. Si dedicara mi vida, que me fue perdonada, a sembrar las semillas del odio, no me diferenciaría en nada de él. Sería simplemente otra víctima más que intenta propagar más y más odio. La única manera como podemos encontrar la paz es dejar que el pasado sea el pasado.
A su modo contestaba así a todas las preguntas que me habían pasado por la cabeza al estar en Maidanek. Hasta ese momento no me había dado cuenta de la capacidad del hombre para el salvajismo. Pero sólo había que ver ese vagón con zapatitos de bebé o sentir el hedor de la muerte que se cernía en el aire como un fantasmal paño mortuorio para comprender la inhumanidad de que es capaz el hombre. Pero claro, ¿cómo explicarse que Golda, una persona que había experimentado esa crueldad, eligiera perdonar y amar?
Ella lo explicó diciendo:
- Si yo logro que una sola persona cambie los sentimientos de odio y venganza por los de amor y compasión, entonces he sido digna de sobrevivir.
Lo comprendí y me marché de Maidanek transformada para siempre. Me sentí como si mi vida hubiera comenzado de nuevo...

...Entonces, en un relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos; sabían lo que les iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar infernal, ya no serían torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a cámaras de gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían de sus cuerpos como sale la mariposa de su capullo. Comprendí que ése era el mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.
Esa revelación me aportó las imágenes que emplearía durante el resto de mi carrera para explicar el proceso de la muerte y el morir. Pero de todas formas deseaba saber más...

...Aceptar la realidad de que los niños mueren nunca resulta fácil, pero he visto que los niños moribundos, mucho más que los adultos, dicen exactamente lo que necesitan para estar en paz. La mayor dificultad está en escucharlos y hacerles caso. Mi mejor ejemplo es Jeffy, un niño de nueve años que había estado enfermo de leucemia la mayor parte de su vida. A lo largo de los años he contado innumerables veces su historia, pero ha sido tan beneficiosa y Jeffy se ha convertido en un amigo tan querido, que voy a repetir uno de mis recuerdos de él, que aparece en mi libro Morir es de vital importancia:
Jeffy no paraba de entrar y salir del hospital. Estaba muy mal cuando lo vi por última vez en su habitación del hospital. Padecía una afección del sistema nervioso central; parecía un hombrecito borracho. Tenía la piel muy blanca, pálida, casi incolora. Con gran dificultad lograba sostenerse en pie. Muchas veces se le había caído todo el pelo después de la quimioterapia.
Ya no toleraba ni mirar una jeringa, y todo le resultaba terriblemente doloroso.
Yo sabía que a ese niño le quedaban, como mucho, unas pocas semanas de vida. Ese día fue un médico joven y nuevo el que le pasó visita. Cuando entré en la habitación oí que les decía a los padres que iba a intentar otra quimioterapia.
Les pregunté a los padres y al médico si le habían preguntado a Jeffy si estaba dispuesto a aceptar otra tanda de tratamiento. Dado que los padres lo amaban incondicionalmente, me permitieron hacerle la pregunta al niño delante de ellos. Jeffy me dio una respuesta preciosa, de ese modo en que hablan los niños.
- No entiendo por qué ustedes las personas mayores nos hacen enfermar tanto a los niños para ponernos bien—dijo sencillamente.
Hablamos de eso. Esa era su manera de expresar los naturales quince segundos de rabia. Ese niño tenía suficiente dignidad, autoridad interior y amor por sí mismo para atreverse a decir "No, gracias" a la quimioterapia. Sus padres fueron capaces de oír ese "no", de respetarlo y aceptarlo.
Después quise despedirme de Jeffy, pero él me dijo:
- No, quiero estar seguro de que hoy me llevarán a casa.
Si un niño dice "Llévenme a casa hoy" significa que siente una enorme urgencia, y tratamos de no aplazarlo. Por lo tanto, les pregunté a sus padres si estaban dispuestos a llevárselo a casa. Ellos lo amaban tanto que tenían el valor necesario para hacerlo. Nuevamente quise despedirme. Pero Jeffy, como todos los niños, que son terriblemente sinceros y sencillos, me dijo:
- Quiero que me acompañe a casa.
Yo consulté mi reloj, lo que en leguaje simbólico significa: "Es que no tengo tiempo para acompañar a casa a todos mis niños, ¿sabes?" No dije ni una sola palabra, pero él lo entendió al instante.
- No se preocupe —me dijo—, sólo serán diez minutos.
Lo acompañé a su casa, sabiendo que en esos próximos diez minutos él iba a concluir su asunto pendiente. Viajamos en el coche, sus padres, Jeffy y yo; al llegar al final del camino de entrada, se abrió la puerta del garaje. Ya dentro del garaje nos apeamos. Con mucha naturalidad, Jeffy le dijo a su padre:
- Baja la bicicleta de la pared.
Jeffy tenía una flamante bicicleta que colgaba de dos ganchos en la pared del garaje. Durante mucho tiempo, su mayor ilusión había sido poder dar, por una vez en su vida, una vuelta a la manzana en bicicleta.
Su padre le compró esa preciosa bicicleta, pero debido a su enfermedad el niño nunca había podido montarse en ella y la bici llevaba tres años colgada en la pared. Y en ese momento Jeffy le pidió a su padre que la bajara. Con lágrimas en los ojos le pidió también que le pusiera las ruedecitas laterales. No sé si se dan cuenta de cuánta humildad necesita tener un niño de nueve años para pedir que le pongan a su bicicleta esas ruedas de apoyo, que normalmente sólo se utilizan para los niños pequeños.
El padre, con lágrimas en los ojos, colocó las ruedas laterales a la bicicleta de su hijo. Jeffy parecía estar borracho, apenas si podía tenerse en pie. Cuando su padre acabó de atornillar las ruedas, Jeffy me miró a mí:
- Y usted, doctora Ross, usted está aquí para sujetar a mi mamá a fin de que no se mueva.
Jeffy sabía que su madre tenía un problema, un asunto inconcluso: todavía no había aprendido que el amor sabe decir "no" a sus propias necesidades. Lo que ella necesitaba era coger en brazos a su hijo tan enfermo, montarlo en la bicicleta como a un crío de dos años, y agarrarlo bien fuerte mientras él corría alrededor de la manzana.
Eso habría impedido que el niño obtuviera la mayor victoria de su vida.
Por lo tanto sujeté a su madre y su padre me sujetó a mí. Nos sujetamos mutuamente, y en esa dura experiencia comprendimos lo doloroso y difícil que es a veces dejar que un niño vulnerable, enfermo terminal, obtenga la victoria exponiéndose a caerse, hacerse daño y sangrar. Pero Jeffy ya había emprendido la marcha.
Transcurrió una eternidad hasta que por fin volvió. Era el ser más orgulloso que se ha visto jamás. Lucía una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un campeón olímpico que acabara de ganar una medalla de oro.
Con mucha dignidad se bajó de la bicicleta y con gran autoridad le pidió a su padre que le quitara las ruedas laterales y se la subiera a su dormitorio. Después, sin el menor sentimentalismo, de modo muy hermoso y franco, se volvió hacia mí.
- Y usted, doctora Ross, ahora puede irse a su casa.
Dos semanas después, me llamó su madre para contarme el final de la historia.
Cuando me hube marchado, Jeffy les dijo: —Cuando llegue Dougy de la escuela (su hermano menor, que estaba en primer curso de básica), lo enviáis a mi cuarto. Pero nada de adultos, por favor.
Así pues, cuando llegó Dougy, lo enviaron a ver a su hermano, tal como éste lo había pedido. Pero cuando bajó al cabo de un rato, se negó a contar a sus padres lo que habían hablado. Había prometido a Jeffy guardar el secreto hasta su cumpleaños, para el que faltaban dos semanas.
Jeffy murió una semana antes del cumpleaños de Dougy.
Llegado el día, Dougy celebró su fiesta, y entonces contó lo que hasta ese momento había sido un secreto.
Aquel día en el dormitorio, Jeffy dijo a su hermano que quería tener el placer de regalarle personalmente su muy amada bicicleta, pero que no podía esperar hacerlo para su cumpleaños, porque entonces ya estaría muerto; por lo tanto deseaba regalársela ya.
Pero se la regalaba con una condición: Dougy nunca usaría esas malditas ruedas laterales...





5 comentarios:

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Tamara dijo...
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Tienes un premio en mi blog, por si quieres pasarte. Un besazo.

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